Siempre
he creído que la necesidad de atesorar algo es meramente humana. La posesión de
algún objeto valioso o sentimental ha estado presente siempre entre nuestros
sucios dedos. Carla lo sabía rotundamente y nada de lo que pudiera decirle
afectaría esta verdad absoluta.
Así pues, ella dio con uno de los recipientes en los que guardo mis objetos
preciados, ya sabes: El puerquito de juguete que ha estado presente por más de
cuatro generaciones en mi familia que llegó de Zaragoza en las épocas de
Franco, el bolígrafo que encontré en el metro cuando era niño, mis soldaditos
de plomo, las cartas de mi novia la peruana, etc.
Cuando llegué del trabajo una noche de jueves la encontré sentada en el comedor
con una sonrisa exagerada y una pinta de novia celestial. Sabía que tenía algo
y vaya que lo tenía, pero de entre todas las cosas embarazosas que valoro y
guardo con esmero fue a sacar la más insignificante —para
cualquier otro individuo— y absurda de todas: Un frasquito de Amoxicilina.
Al cocinar la cena y sentarnos al fin, sacó a relucir el pequeño frasco
de vidrio oscuro, y lo puso frente a su plato.
—¿Qué persona guarda un frasco cualquiera de Amoxicilina entre sus tesoros más
preciados?
—Pues, yo...
—Sí, ya sé que te crees el muy excéntrico y eso...
—No sabes la historia de ese frasco.
—¿Historia? Pero qué historia pues...
—Ni si quiera lo sabes, déjame contarte.
—¿Me la vas a contar, al fin te dignarás a contármela?
—Tranquila no es para tanto, amor...
—¿Amor? ¡No me digas así!
—Tranquila, ¿qué tienes?
—¡Cállate!
—Carla, tranquilízate, qué te pasa...
—No Diego, no está bien.
—Espérate, no sé de qué hablas, amor.
—No pues tú, me haz dado en la madre.
—¿Cómo? No puedes estar diciendo eso.
—Claro que puedo, ¿no ves? ¡LO ESTOY HACIENDO!
—No grites, Carla. Amor en verdad...
—¡DEJA DE DECIRME A-M-O-R!
—Está bien pero no te pongas así....
—Pero cómo no hacerlo, Diego, tú me guardas cosas...
—Amor, es una idiotez...
—Pues entonces no te importaría mostrármelas...
—Son boberías.
—....contármelas, decirme qué historias tienen detrás...
—Si, tal vez.
—Cuéntame la historia del frasco.
—Pues ese frasco me salvó en la adolescencia.
—¿Cómo, el frasco?
—Sí.
—A ver, cuéntame.
—Pues, estaba muy mal un día, mis defensas estaban por los suelos cuando
viví solo, tenía depresión y todo eso...
—Sí ya conozco eso, cuando murieron tus papás.
—Pues sí, tenía dieciséis años.
—Bueno, ¿y cómo te salvó el frasco?
—Pues...
Cuando me preguntó eso tan deliberadamente sentí que me caía, que me
iría de bruces mientras ella me observara con cara de vil repugnancia. Creí que
me patearía a continuación y, no había otra forma, tenía que proseguir:
—Ajá...
—Pues sí, cogí una infección en aquel invierno, la gripe me pegó muy
duro y yo estaba por morir, no me atendía, no comía...
—¿No fue en esa etapa cuando conociste a la tal Florencia?
—Sí, de hecho...
—Eso supuse.
—¿Qué? Espera, ¿Florencia?
—Florencia.
—Nunca te hablé de ella, Carla.
—¿Eso crees?
—Pues no, nunca lo hice...
—¿Fue la que te quitó lo virgen?
—Pues... sí, fue con ella, pero eso ya quedó de lado, amor...
—No lo creo.
—¿¡Pero por qué dices eso!?
—Lo sé.
—¿Sabes qué?
—Que te quitó la virginidad así como tú a ella.
—Pues sí, pero eso es algo muy viejo, amor. Tengo cinco años de casado contigo.
—Todas las noches escucho como le hablas.
—¿Qué?
—Todas las noches escucho cómo te la coges.
—¿Pero qué estás diciendo?
—¡Todas las putas noches escucho tus gemidos, cabrón!
—¡NO ENTIENDO NADA!
—¡Cada puta noche desde hace seis meses tienes el mismo pinche sueño
húmedo, cabrón!
—¿Sueño húmedo?
—¡Sí cabrón, todas las putas noches sueñas que te la vuelves a coger y
yo ya no puedo con eso!
—...no.
—¡Siempre las mismas palabras, las guarradas que le susurrabas al oído
mientras se la metías ensangrándote el glande!
—No es verdad, Carla estás jugando...
—¿Jugando? ¡Tu puta madre está jugando!
—¡Oye!
—He estado soportando esto desde hace seis pinches meses, Diego. Siempre
estuve esperando a que de repente un día dejarás de hacerlo, pero no, no. Cada
noche era exactamente a la anterior, las mismas palabras, las mismas frases
tontas, tus gemidos de idiota depresivo excitado. ¡Siempre lo mismo!
—No amor.
—Todas las noches he escuchado su nombre en mi oído, mientras gimes y la coges, ¿cómo no voy a saber su nombre?
—Ella fue quien me llevó ese frasco aquella noche.
—Y lo guardaste.
—Salvó mi vida.
—Sí, y tú te la vives cogiéndola todas las noches como
agradecimiento.